Mi mirada se mantuvo fija en tus resplandecientes ojos, los cuales se encontraban húmedos, cargados de un sentimiento que era tan complejo de descifrar como puede resultarlo la ecuación del universo.
Lo único que pude sacar en claro de tu ser fue un breve destello de despedida, que yacía en el interior de tu pupila dilatada.
Quise abrir la boca, y rogarte e implorarte que no me dejaras, pero por alguna extraña razón el sofoco que nublaba mi visión me impedía actuar.
Mi corazón se estremeció por un amargo dolor que amenazaba con consumirme como lo haría una sobredosis de heroína con un adicto. Sólo deseé dejar de existir; desaparecer; abandonar el tren del mundo.
El agrio adiós había envuelto el ambiente en el que estábamos. Quería huir de allí; escapar a tu lado de la cárcel emocional en la que nos encontrábamos.
Pero, aquellos estigmas provocados por el pánico a la pérdida —a tu pérdida— no me concedieron el privilegio de poder luchar para impedir separarnos.
Te dejo.

Me mantuve callada, sin reaccionar. Y entonces fue cuando nuestras miradas se cruzaron

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